Del Proteo marino al cyborg harawayano: posibilidades de la identidad digital

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Del Proteo marino al cyborg harawayano: posibilidades de la identidad digital

Introducción

Cuando se busca conocer a fondo cualquier asunto, sin importar su categoría, conviene regresar al origen. La palabra identidad proviene del latín idem, que significa “mismo, lo mismo”; y del sufijo –idad, referido a la cualidad que posee algo o alguien. La traducción más próxima dictaría que la identidad es la cualidad de sí mismo, el conjunto de rasgos que nos conforman y nos distinguen de otros pero que, al mismo tiempo, nos permiten interactuar y pertenecer. La identidad humana está constituida por un conjunto de características propias, pero también por las experiencias y acontecimientos que nos ciñen, así como por las formas en que interactuamos con nuestro entorno y nuestras posibilidades de recepción. Con frecuencia se piensa que este concepto de identidad opera de manera exclusiva hasta los márgenes de lo que llamamos realidad factual, no obstante, la realidad virtual se ha manifestado como un espacio propicio para la interacción social desde distintos modos y propósitos, hecho que ha provocado que se empiece a teorizar a propósito de la identidad digital, sus alcances y características. 

Cuando decidimos interactuar con servicios electrónicos con frecuencia se nos ofrecen las herramientas para personalizarlos de acuerdo a preferencias y necesidades: no solo se nos otorga un usuario y una contraseña, sino que existe la posibilidad de manipular la disposición de ciertos elementos, establecer contacto con usuarios afines e, incluso, determinar la clase de publicidad que estamos dispuestos a recibir; estos son algunos de los rasgos que conforman la identidad digital. Fanny Georges, semióloga francesa y maestra en Ciencias de la Información y Comunicación, señala que la identidad digital “está constituida por diferentes tipos de datos según el usuario tenga o no la intención de revelarlos, lo que da lugar a una identidad declarada, compuesta por aquella información que revela expresamente la persona, otra identidad actuante, según las acciones que esta lleva a cabo, y otra calculada o inferida, según el análisis de las acciones que realiza la persona” (2013, p. 11). Esto significa que, pese a que somos susceptibles al análisis, el espacio de lo digital nos otorga el poder de informar a los otros qué somos y cómo deberían vernos a través de distintos elementos:

  1. Nombre. ¿Usas tu nombre real o uno ficticio? Si es ficticio, ¿a qué temas alude o con que es posible relacionarlo? El nombre o nickname que colocas en tus servicios electrónicos, ya sean de redes sociales o de cualquier otro  tipo, dice mucho sobre ti y sobre la percepción que esperas de quienes interactúan contigo. El nombre puede ser solemne, lúdico, ejecutivo, etc. 
  2. Avatar. Piensa si te identificas con la imagen que has colocado en los distintos perfiles que manejas, ¿es la misma?, ¿cuál es el propósito de cada sitio? La imagen que proporcionas será evaluada no solo para que otros usuarios te contacten, sino para establecer relaciones laborales, personales, etc. 
  3. Servicios. No solo las redes sociales que usas y, por supuesto, las publicaciones que realizas (uso y modos del lenguaje) constituyen tu identidad digital, también lo hacen los servicios cotidianos que consumes: alimentos, deportes, entretenimientos, información. 
  4. Contactos. La cantidad de contactos es un factor que puede determinar la construcción de una identidad digital, pero no se trata de un elemento decisivo: importan también las relaciones que se establecen, las redes que se crean tanto para gestionar nodos de información y conocimiento como para crear estructuras sociales sólidas, las cuales sean capaces de apoyar a la ciudadanía desde la colectividad. La pertenencia que brindan las relaciones se adquiere construyendo una identidad digital eficaz y puede resultar altamente benéfica.

De este modo, la identidad digital no se limita solo a la imagen que proporcionamos en los espacios digitales en que interactuamos, sino que refleja además los parentescos teóricos con los otros, los pensamientos con los que coincidimos y a los que nos suscribimos, esos que permiten crear potencialmente lo que anteriormente denominamos capital social digital.

Una de las cualidades que favorecen la identidad digital es su carácter multifacético: Sherry Turkle (1984) habla del espacio virtual como “laboratorio social para la experimentación con las construcciones y reconstrucciones del yo” (1995, p. 228), pues cada usuario puede constituir distintas ventanas de sí mismo de manera simultánea: se pueden interpretar múltiples papeles al mismo tiempo. Son estas características las que han llevado a teóricos como Robert Jay Lifton a pensar en la identidad digital como una configuración proteica, en alusión a Proteo, divinidad del panteón griego capaz de mutar de apariencia a su gusto: dentro del ciberespacio, podemos transitar por distintas identidades sin despojar al yo de su coherencia. La historiadora Donna Haraway será aún más contundente respecto a las posibilidades de la identidad digital, al señalar que “If traditionality, identity implied oneness, life on today’s computer screen implies multiplicity, heterogeneity, and fragmentation” (en Turkle, 2004, p. 2); por supuesto, la heterogeneidad de la que habla Haraway tendrá que ser manipulada por el usuario de acuerdo a sus intereses, auxiliándose de las proyecciones virtuales que ofrecen los medios digitales. 

Finalmente, la problematización de la identidad digital ha hecho posible que, incluso, se discutan las dinámicas de conformación del yo virtual como espacios terapéuticos, en los que se logra desde experimentar nuevas identidades hasta constituir una distinta a partir de la libertad que otorga la virtualidad. La identidad digital ha escalado en distintos aspectos: el espacio virtual ha permitido a sus usuarios evolucionar para dejar de ser únicamente etiquetas, códigos o cuerpos numéricos y conformarse como sujetos perceptibles, multifacéticos y, sobre todo, con capacidad de acción. 

Texto: Liliana Magdaleno Horta